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PEDRO G. ROMERO:

 "Radio Derechos: comentarios a Ni en la vida ni en la muerte sobre

Quico Rivas y la pintura de paisaje".

 

 

El rayo había                       tumbado el árbol, partiéndole la cabeza al errante

vagabundo                                                       que

descansaba a su sombra. Nádie se explicaba como un cielo tan azul y en pleno verano, podía

haber escupido la descarga atroz.                El prado,

               de extensión circular, se inscribía a su vez, en un campo más amplio, respecto del cual el

árbol y su sombra dibujaban la mitad de su diámetro. Su perímetro

            lo                marcaba                 una                   valla              que             advertía              de           las           vecinas

instalaciones de una base científico-militar.

          Hacia                                           ella                                                se                               dirigían

ahora, todas las

            miradas.

 

Silverio Lanza escribía al doctor Farreras, en Barcelona: “A mi vuelta a Madrid, observé desde la ventanilla del tren como un artista de la pintura intentaba retratarnos, apostado en un idílico paisaje. Hasta ahora había visto aprendices de pintura que garabateaban en un cuaderno los campos que nos ofrecía la ventanilla de nuestro coche. Algo está cambiando entre los jóvenes practicantes de la pintura.” Farreras le respondía con un con-fuso informe sobre las noticias artísticas que llegaban de París. Destacaban dos detalles, el crítico más importante, Fénéon, y los más importantes artistas, Signac, Pisarro, Seurat y Luce, simpatizaban con las ideas anarquistas y los pintores estaban abandonando la pintura al aire libre, pero no el retrato de paisajes: llevaban a su estudio guardados en su paleta todas las notas que les servían para construir, acotación tras acotación, sus iluminados paisajes.

Como en “Viernes Santo en Castilla”, el paisaje de Darío de Regoyos, en el que un tren atraviesa un puente a toda marcha mientras cruza bajo el mismo una lenta procesión religiosa, la anécdota de Lanza ayuda a enmarcar un tema crucial para las relaciones entre arte de vanguardia y anarquismo. Fénéon, el crítico de arte del simbolismo y el divisionismo, que fue acusado de volar con una bomba el café Terminus y presentó en París la primera exposición de artistas futuristas italianos, marcados aún por “Los funerales del anarquista Galli” o “Impresiones del paisaje desde un tranvía”, era el principal aval usado por el doctor Farreras. Fénéon fue un referente para los escritores anarquistas que participaron en el debate artístico, tan a menudo mal informados. Desde Pi y Margall hasta Anselmo Lorenzo o Federico Urales se tendía a asociar las ideas artísticas con el progreso social, constituyéndose casi en sinónimas las ideas de arte y progreso. Cuando el modernismo deja de ser novedad para convertirse en un decadente arte por el arte, los pensadores anarquistas rompen con él violentamente. Felipe Alaiz, por ejemplo, siguió estos debates en La Revista Blanca, debates que se repetirían con respecto a la estética vanguardista. Cuando en 1923 Federica Montseny ataca duramente al Futu-rismo desde las páginas de La Revista Blanca, la posición de Alaiz es muy distinta. Primero porque desde su relación con Gabriel Alomar, que pu-blicó su Futurisme en 1903 y precisamente en La Revista Blanca - y quizás por la homonimia futurista -, había recibido con optimismo todas las nuevas corrientes estéticas que llegaban desde Europa, y segundo porque su amistad con el artista uruguayo Rafael Barradas le mantenía cercano a las evoluciones plásticas más vanguardistas, proximidad que siempre hace el conocimiento. Federica Montseny, en cambio, tildó los paisajes de Salvador Dalí como ‘decadentes adefesios, hijos de la miseria de pensamiento, un insulto para los campesinos y también para los obreros, que gustan de añorar el campo de otra forma”. Felipe Alaiz mantiene estas peculiaridades durante toda su vida y siguen presentes cuando publica en 1947 su cuaderno “Arte accesible”.

Estas palabras sólo nos sirven para hablar de unas curiosas pinturas de Quico Rivas, nieto de Don Francisco Rivas y Jordán de Urríes a quién el propio Barradas caricaturizó en 1915, pero antes una nota más de Felipe Alaiz. En el mencionado “Arte accesible”, un panfleto divulgativo de 1947, escribe esto: “Un cuadro puede tener valor en pesetas o en dólares, Esto es evidente porque el cuadro se vende. Si el cuadro se pignora por diez mil pesetas y es un paisaje, un huerto que sólo vale dos mil en el mercado corriente, ¿qué podemos pensar del mercado de huertos y el mercado de cuadros? Podemos pensar que es una cosa convencional y que los cuadros y los huertos no habían de venderse, como tampoco habían de venderse los hijos, aunque a veces se vendan los hijos, los cuadros y los huertos”. Antes había llegado a exclamar melodramáticamente: “Que nunca un paisaje se venda por valor superior a la tierra que retrata”

La propuesta de Quico Rivas sobre pintura al aire libre parte del siguiente relato: “Reivindicación del caballete” Se trata de unas 20 obras del mismo formato y  factura semejante, empezadas en Mallorca en 1991 y te minadas en Madrid durante este verano del 2001. He dudado mucho como redactar la ficha técnica, finalmente me he decidido por: “Óleo y collage sobre paleta de pintor” Me explico: el soporte son paletas de esas de quita y pon de papel graso usadas por pintores profesionales y recicladas  por mí. Aunque empleo algo de collage en algunas piezas, el material básico es el óleo, tanto los pegotes dejados por los pintores que las usaron, como algunos motivos que un pintor de caballete pintó siguiendo mis indicaciones. Yo mismo también me he permitido intervenir con óleo en algunas de las piezas. Angelika Kaak, una estupenda pintora holandesa que también pasó aquel invierno en el puerto de Soller, me cedía sus paletas usadas. Y siguiendo mis indicaciones, me pintaba algunos motivos figurativos que yo, entonces, no habría sabido resolver. Su colaboración fue fundamental. La mayoría de estos cua dros-paleta están dedicados a pintores de caballete de todas las épocas, antiguas y modernas, malas y buenas. Entre ellos: Caspar David Friedrich, Arroyo, García Rodríguez, Grau Santos, Dis Berlín, Rosario de Velasco, S. Martín Begué, Le Gac y algunos otros héroes anónimos de la pintura al aire libre.

El principal de ellos, al que dedico nueve obras, es Joaquín Mir. La serie se llama ‘Mir en Mallorca “ y se inspira en dos hechos diferentes. El primero es que la marca Mir de colores al óleo era la más utilizada por los pintores que me cedieron sus paletas. Creo que es de las más baratas. El segundo es que yo los empecé en Soller, muy cerca del Torrent de Pareix, un torrente agreste y dificilmente transitable donde Mir enloqueció intentando pintar la luz de Mallorca. La historia es bonita y terrible. Mir y Rusiñol llegaron a Mallorca en 1899. Venían de París donde habían estudiado y asimilado las recetas impresionistas y postimpresionistas, sobre todo en contacto con Degouve de Nuncqués, un pintor de filiación simbolista y origen franco-belga. Los dos amigos, brillantes, jóvenes y dotados, fueron los dos primeros pintores que arribaron a la paradisíaca isla de leyenda con el firme propósito de pintarla con una visión luminosa y moderna. Pero la cosa no resultó tan fácil. La fuerte luz del mediterráneo era cegadora, les deslumbraba. Mir, para colmo, escogió los parajes más abruptos y sobrecogedores de la isla, la sierra de la Calobra (‘culebra’ en mallorquín) y el citado Torrent de Pareix. Tras largos días de trabajo solitario por los peñascos, Mir empezó a deprimirse ante la falta de resultados. En el libro de recuerdos sobre su padre, la hija de Rusiñol recuerda como golpeaba con los puños los lienzos recién pintados al grito de ‘¡No es esto! ¡No es esto!’ Se dio a la bebida y se peleó con sus amigos, con los que se mostraba cada día más huraño y pendenciero. Enloquecía a ojos vista. Un buen día, abandonó la casa y se fue a vivir solo, como un salvaje, a los parajes que pintaba; entre los riscos. Tras varios días sin noticias, lo buscaron y lo encontraron medio muerto, despeñado y descalabrado en  el fondo de un precipicio. Sobrevivió de puro milagro. Estuvo internado en un hospital y luego, durante más de un año en un psiquiátrico en la Costa Brava. Tardó muchos años en volver a Mallorca, si es que volvió. Los cuadros que pintó durante su año mallorquín, inexplicablemente muy poco conocidos, son muy hermosos, paisajes casi psicodélicos, muchísimo mejores que todo lo que pintó luego, al salir del manicomio. El mejor de estos cuadros mallorquines era el que perteneció a Greta Garbo y durante años colgó de una de las mejores paredes de su salón. Cesar González Ruano, en su libro “Nuevo descubrimiento del Mediterráneo”, hablando de Mallorca, a la que mientras viví dediqué un homenaje titulado “Malhorca”, hace una curiosa apostilla sobre la pintura: “Lo grandioso de este paisaje — dice - es de un serio peligro para la pintura. Yo pondría en todos los lugares más bellos de Mallorca grandes letreros que advirtieran: ¡Cuidado con la pintura!”

Veamos, comparemos con un largo fragmento del desbordante texto — bendito sea el exceso - Quae lucis miseris tam dira Cupido, que Miguel Ángel García Rodríguez dedicó a Seurat: “La obra de Sapek ha desaparecido, pero no es invisible: la paleta de Seurat me parece su perfecta y oscura «demostración», y la única, además, que yo pudiera intentar aquí.

Ante ella todas las fumisterías de Fénéon se vuelven huecas. «Dites, monsieur?», le preguntó un campesino a un pintor empeñado en representar un paisaje del natural mientras movía el pincel entre su paleta y el lienzo en un vaivén frenético: «C’est t’y que vous prenez de la couleur là pour l’amener ici, ou bien que vous en prenez ici pour l’amener là?». Ante esta impresionante paleta, perfecta, ordenada, limpia, tabla de la ley de sus colores y tabla de lavar de su pintura, yo no sabría deciros si Seurat pintó el mar, esto es: si cogió pintura de su paleta y la depositó en el lienzo, o si, febril y temblorosamente, cogió mar y lo puso en la paleta... Paleta marina... Dicen que fue su primera estancia en Honfleur la que terminó por ordenar los colores de su paleta. No saben lo acertados que están... Mirad por un momento este «óleo sobre tabla de lavar» de Seurat: su piel detourneé de un conejo desollado, porque no me parece improbable que esta paleta, talismán que asombró a sus amigos, le haya provocado delirios ornamentales como los que causa la fiebre. En 1877, Henry Meilhac y Ludovic Halévy lo habían presentido caricaturizando los cuadros impresionistas. La historia es sencilla: el pintor Marignan concibe un «tableau à deux fins» pintado con una banda roja y una banda azul. «Sí... Mirad de este lado... (mostrando la banda azul) Es el mar, el mar inmenso... (mostrando la banda roja) iluminado por un magnífico crepúsculo... Girad ahora el cuadro del otro lado... (ayudado por Michu y mostrando la banda roja) Es el desierto... las ardientes arenas del desierto.., y encima (mostrando la banda azul), el azul del cielo.» Mirad también vosotros —si queréis apurar esta última copa— esa condensación de pintura en la paleta de Seurat: desierto, mar, cielo, vacío... Mirad ese agujero donde los dedos de Seurat hurgaron un día, porque basta con dar la vuelta a la paleta para que figure un sol vacío, asténico, frío, y esos colores, los resplandores del agua... Este verdadero «agujero sobre una superficie» me trae el deprimente pero inevitable recuerdo de aquel dios que viera Artaud en la montaña de los Tarahumara: «Un hombre desnudo asomado a una gran ventana. Su cabeza era un gran agujero, una especie de cavidad circular en la que, sucesivamente, y según las horas, aparecían el sol o la luna...».’

En los dos, pintura de paisaje y locura, enfermedades contraídas por pasar demasiado tiempo a la intemperie. Un territorio nuevo para retratar. El paisaje como dibujo de miserias, sean estas religiosas o psicopatológicas. Pero, ¿cómo evidenciarlo ante la objetividad de los cuadros de Seurat? ¿Cómo no sospechar de las pruebas evidentes que nos ofrecen los artefactos de Quico Rivas? Si seguimos el ingenuismo de Alaiz, podemos pensar que en lo retratado todo es tasable excepto la enfermedad y el sueño. Lo psicodélico no conoce compraventa, lo onírico no tiene precio. Excepto para el traficante de drogas y el diván del psicoanalista, dos profesiones que han ayudado a tasar lo intangible. El viejo asunto de convertir lo ignoto en sagrado, y de administrarlo pecuniariamente. Dalí reconvierte la religiosidad campesina de las figuras paisaje de Millet, primero en algo edípico, después en cosa onírica. Avida Dollars. Siguiendo con Alaiz debemos convenir que, puesto que los cuadros valen más que el terreno del paisaje que retratan, ¿será necesaria una cierta plusvalía? Así, lo religioso, lo psicológico, lo onírico, convertidos en un nuevo peculio.

Se pregunta Pepe Díaz Cuyás, por la rara traducción que de ‘Land Art’, ese nuevo paisajismo, se hace en castellano. ‘Arte de la tierra’, algo que nos remite inmediatamente a Friedrich, al romanticismo alemán, a la religiosidad de Gea, al templo de la tierra. Su propuesta de traducción, ‘arte del suelo’, está más cercana a los conceptos que, en la vía Alaiz, trabajamos: paisajismo como especulación del suelo.

Si convenimos que por mucho que los alemanes especulen con el suelo de Mallorca parecen dispuestos a pagar más por un “Felanitx” de Barceló - el pintor gusta de adherir al cuadro la propia tierra de los paisajes que pinta -, si convenimos que el templo de Timanfaya que Chillida quiere horadar en Canarias está financiado con la perspectiva de las nuevas inversiones inmobiliarias alemanas, sólo podemos concluir que el tal “Friedrich” se ha convertido en el más romántico nombre que pueda darse a una caja de ahorros o a un banco. ¿Qué diferencia existe entre la colección de lineas de horizonte de Pirineos de Richard Long que guarda la Caixa de Barcelona o la colección de líneas del Coto de Doñana de Carmen Laffón que guarda en Sevilla el Monte de Piedad? Cuando los pintores decidieron echarse al monte con el caballete y sacar la pintura de su estrecho marco nos advirtieron a su vez de la importancia de luchar siempre porque sus pinturas no fuesen desvirtuadas en su nuevo entorno. “Mantener siempre, aquí, en este estudio, mi Monte Victoria, sólo con mirar a la montaña se ve el modelo, y se entiende la pintura”, escribió Cezanne. Por eso nos alerta Alaiz sobre las cámaras acorazadas donde acabarían encerrándose todos los paisajes, todas las pinturas. O pasarnos todos al bandidaje, al terrorismo y la delincuencia generalizada. Sigue Alaiz: en la Casa Cornelio, lugar de reunión de cenetistas y bolcheviques, en la que unos anarquistas granadinos, artesanos de la madera cuentan como estafan a millonarios americanos, uno de los destinatarios resultaría ser el Randolph Hearst de San Simeón, vendiéndoles auténticos artesonados mudéjares, labrados para que cada uno tenga su Alhambra, a base de simular la vieja carcoma cubriendo de tierra los labrados y rematándolos a perdigonazo limpio. Ian Hamilton Finlay, quizás el más importante “pleinarista” que queda en el arte al día de hoy, defiende sus paisajes como si de una base militar se tratara.

Recuerdo el consejo que daba el profesor de paisaje en la escuela de Bellas Artes de Sevilla. Según este, haber pasado el servicio militar era de gran utilidad para el pintor de paisajes. Los ejercicios con el mosquete, daban tal firmeza al brazo que podía el artista prescindir del muñón que daba “estabilidad” a su paisaje.

De las muchas discusiones que me unen a Quico Rivas, pegándonos a las barras de los bares, una pasa siempre por el feroz ataque de Quico a mis posiciones antimilitaristas. Básicamente defiende clásicos como aquel de no dejar el monopolio de la violencia al estado profesional y sus enemigos terroristas o alguno de los argumentos jacobinos de Sánchez Ferlosio en su “Campo de Marte”: la milicia popular como principal logro de la democracia. Uno mismo no hizo la mili, pero eso no es argumento para que le descalifiquen como pintor de paisajes. La militancia de Quico en la pintura de paisajes parte de la convicción de no dejar el género en mano de los pintores. Además, como escribió Baltasar Gracián: “Nunca bien venerará la estatua en el ara el que la conoció tronco en el huerto”. No se preocupen, el precio de estas paletas no supera el valor del paisaje que retratan.

 

 PEDRO G. ROMERO

 Editado de plaquette con motivo de la exposición de Quico Rivas en La Linterna de Jazz Café, Valencia 2001